Puro folclore

Estoy enamorado de Canarias desde que la conocí. Jamás imaginé que correr por un barrio a medio hacer y jugar a casifútbol con una botella de lejía Conejo llena de arena, cerrada con un tapón encajado como buenamente se podía, me fuera a calar tan hondo. ¿Dónde está la identidad? ¿Dónde está la patria? ¿Por qué no hay manera de desprendernos de lo que somos?

Fui niño de pocas cosas, como casi todos los del barrio, y no lo cambiaría por nada. Crecer en la orilla de los sueños —esos que decían que todo cambiaría a mejor— me hizo esperanzado. Me curtí con el bocadillo de lo que hubiera, practicando el mindfulness de aquella época: callar y observar. Me sentaba en una esquinita a mirar a los pibes jugar en la plaza mientras saboreaba el cariño de mi madre envuelto en pan. Así me decía que me quería.

La música me acompañaba dentro de la cabeza, resonando sin parar. Siempre pensé que todo el mundo escuchaba igual. Que canturrear mientras merendaba o recordar aquel estribillo que sonaba por la tele era cosa común.

Esperaba los viernes para ver Tenderete. De chico, la gente que salía por la tele era importante. No salía cualquiera, y mucho menos cantando. Cantar en televisión era cosa seria. Allí estaban Valentina la de Sabinosa, Olga Ramos, Los Sabandeños, Los Gofiones, Ico Arrocha, Manolo Mena, María Mérida, Pancho González… ¡Imagínate! Aquello era turrón del bueno.

Los sábados era el turno de Rafaella Carrá, que me encantaba. Ella y lo que cantaba. El Un, dos, tres y las películas del mediodía. No recuerdo mucho más, porque no había mucho más.

En casa no teníamos tocadiscos, sino radio. Tenía una guitarra a mano, y lo que no tenía de técnica lo suplía con ganas e imaginación. Aprendí a tocarla sin saber cómo, pero se convirtió en la llave que me acercó a la verdad. A mi verdad. Con el tiempo entendí que la música dice mucho de un pueblo y de su gente.

Aprendí escuchando. La oralidad fue mi maestra; el silencio, mi método de estudio. Descubrí a las personas sin saberlo, y soñé con aprender de ellas.

Con los años entendí que buscar lejos no tiene mucho sentido. No hay nada más tuyo que lo que has sido en el lugar donde creciste. Ahí es donde se vive, se siente, se entiende y se asimila.

No somos más que lo que fuimos y queremos ser. Somos lo que escuchamos de la familia y los amigos, lo que comimos, lo que compartimos. Somos lo que nos empapó poco a poco, sin darnos cuenta. Esa posma nos embadurna el alma y en ella solo nacen cosas de raíz. Y esa raíz está en la tierra que nos vio nacer. Puedes jugar a “me gustaría ser de otro lado”, pero no se puede renunciar a tu madre ni a tu padre. No se puede renunciar al punto de partida. A la raíz desde la que creciste.

Folclore no es solo lo que suena. Es lo que jugaste, lo que hablaste, lo que pensaste y sentiste. Folclore es familia, niñez y crecimiento. Es sabor e imagen. Es envoltorio y es medio. Es el aire donde creciste y el suelo que pisas.

Uno es parte del folclore porque es folclore, aunque mire a otro lado. Tarde o temprano, la verdad viene a buscarte. Te reconoce. Te recuerda.

Pureza y sencillez. Que parece poco, pero es lo que define la esencia. Lo que somos. El punto de partida.

Puro folclore.