domingo, 7 diciembre, 2025

Capitán y Lito, el marinero

En el bloque de atrás del mío en el barrio, en el segundo portal, vivía un tipo raro, a muchos nos daba respeto, que era un eufemismo que utilizábamos los pibes del barrio, para no decir miedo. Contaban que estaba pirado, ido de la cabeza, porque una novia que había tenido, decían que de la Palma, le había dado un bebedizo, la palabra la habíamos leído en algún cuento de hadas y nos sonaba cojonuda, y se había vuelto loqueta;  nuestras madres decían que  estaba enfermo de mal de amores. Algunos de los pibes mayores decían que se fumaba hasta “las hebras de los plátanos”.

Era un tipo alto, flaco, de manos callosas; con el pelo como a mechones grises y largo de atrás que cubría con una gorra de cuadros. Siempre lo vi de la misma manera vestido; una especie de mono azul, una camisa blanca, y una camiseta de aquellas de asillas, perforadas. Vivía sólo, con un perro, al menos así pensábamos los pibes del barrio, nunca vimos a nadie más asomarse a las ventanas o al balcón.

Lo veíamos por las calles del barrio, y venir sobre el muro de la charca, como del barranco, a veces con unas cañas de azúcar, que traía desde unas fincas desde Valle Tabares. Pasaba por el campito de fútbol que habíamos hecho en el descampado más allá del carrito, mientras jugábamos un “ dos pá dos y uno a la puerta”, y se nos quedaba mirando fijamente. Me entraban ganas de mear, y no era al único, pero aguantábamos el tipo, aunque sólo unos minutos, porque como decían los mayores, nos “cortaba el lote” y nos íbamos a merendar y a hacer la tarea.

A veces el perro se rezagaba un poco, y se nos echaba a correr detrás de la pelota, pero el tipo lo llamaba con voz seca y un silbido penetrante, que recuerdo perfectamente: ¡ Capitán, aquí!.

Y salía a ponerse a la altura del tipo. Capitán era un perro grande, de color canelo y con algunos mechones más negros; patas fuertes, cabezón, y con orejas puntiagudas. No he visto ninguno igual en todo el resto de mi vida. Guillermo, Memo, uno de los de la pandilla, decía que era un “dingo”, un perro de una raza que sólo había en Australia y el sur de África, que se lo había dicho su padre, que el tipo lo había traído de uno de sus viajes. Que antes de quedarse para siempre en el barrio, y de que le pasara “lo de la palmera”, el tipo había estado embarcado y había dado muchas vueltas al mundo.

Estaba claro que una cosa era el eufemístico respeto, y otra el que se nos disparara la imaginación y cundo lo veíamos venir del barranco, pensáramos que tuviera escondido algún tesoro en una cueva, o tuviera pistolas o espadas en su casa. Memo también contaba que su padre le había dicho que tenía una momia, unas cabezas diminutas de negros, como disecadas, y que a veces se olían “humos raros” en la escalera, que se lo había dicho Don Pepe, el policía armado, que lo tenía “ enfilado” y que cualquier día le echaba atrás “a la social” y que vendría “ la chivata”, que era el furgón dónde se habían llevado a Elías, el cocinero que también trabajaba en los barcos, una noche que estábamos jugando al cinquillo casa del “rubio”, y habían llegado pegando voces en el portal, tocado en la puerta de su casa, y lo habían sacado a empujones, mientras lloraba Doña Eloísa, la madre,  y escalera abajo, un tipo de bigote le decía: Tira pá lante, maricón, que te vamos a hacer un zurcido.

Yo creo que fue al par de años, cuando llegando de casa de mi abuelo Ray, que iba a comer con ellos los sábados, había un revuelo en la calle, un coche de la guindilla, otro coche negro, un Hillman, y un coche fúnebre. De un “cogotaso”, colleja es palabra nueva, me metió mi padre pá dentro casa, para que no ”juroneara” y mi madre le dijo que se habían encontrado muerto a Lito, el marino. Al fin sabía su nombre, pero demasiado tarde, para darle las buenas horas al cruzármelo en la esquina, por su nombre.

Durante casi una semana, el Capitán, el perro de Lito, se estuvo echado en el portal. Si hacía pipí o popó, nunca lo vimos, porque siempre estaba echado, en el zaguán. Los pibes le llevábamos agua, galletas, huesos, hasta una vez “ropa vieja”, que la trajo Rafa dentro de un cartucho. Y cuando íbamos al campito a dar unas patadas, o jugábamos a echar carreras alrededor del bloque, mientras Elenita contaba, a ver quien tardaba menos; pero acabábamos peleados, porque a ella le gustaba Rafa, y cuando era él quien corría, contaba más despacio; pasábamos por delante de él, y lo llamábamos y le gritábamos: ¡Capitán, aquí!, pero ni caso.

El domingo que fuimos a “golifiar” a la calle sin salida, al final, dónde pegaba con la charca y los del barrio jugaban a la lotería, pasamos por delante del portal; allí estaba Capitán, y le hicimos señas, dándonos con la mano golpes en las rodillas… ¡Capitán, aquí! . Y se levantó; como un rayo, se unió a nosotros. Lo acariciamos, le dimos golpitos en el lomo; mientras movía su cola y nos golpeaba las rodillas con la fuerza de un látigo, que no es que hubiéramos probado, sino que debía ser más o menos así, concluimos todos.

Y ya fuimos uno más en la pandilla. Las madres del resto de los pibes, y la mía también, nos regañaban, porque decían que Capitán estaba sucio, y que además “ve tu a saber en que “julandradas” participaba con el marinero, y que “dejáramos al jodío perro en paz”.

Nunca supieron que el perro andaba limpito y lustroso, porque Memo, que era el más grande del grupo, pero de tamaño nada más, le había robado a su tía, que vivía en el barrio del Perú, una tarde que fue de visita, un cacho de pastilla de jabón El Lagarto, y al día siguiente, nos habíamos ido a la charca, y en los escalones, él se había quedado en pelotas, y había agarrado al Capitán, bueno le ayudamos dos más, pero desde arriba, yo sólo me mojé un poco los tenis, y le había dado una buena “restriega”, que salió espuma y todo. Y estaba limpio.

Pasó el tiempo, y una tarde, varios años después, yo ya hacía tercero, o cuarto de bachillerato, Memo vino a mi casa hecho polvo. Capitán nos hacía caso a todos, pero a Memo más que a nadie. Casi no podía decirme que a Capitán lo había pillado una guagua, en la esquina del torreón, que el chofer no lo había visto, y el pobre perro que ya andaba sordo, seguro que no la oyó girar en la curva.

Lo enterramos en donde estaban haciendo los bloques blancos nuevos, en uno de los cimientos, que allí dijo Kiko, uno de los hermanos mayores de Memo, el que se fue huyendo a Venezuela para no hacer el cuartel, que allí al día siguiente iban a echar revuelto seguro, y que así no teníamos que hacer una tumba profunda, solo echar unas piedras para taparlo.

Así lo hicimos. Y en una hoja del cuaderno “de dos rayas”, escribí: Esta es la tumba de Capitán, un dingo. Y la puse debajo de un cacho de ladrillo rojo. Y con los ojos rojos, nos fuimos a merendar.

Ricardo Martín
Ricardo Martín
Docente jubilado. Curioseante.

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

Información básica de protección de datos

Responsable: Moisés Castilla Melián.

Finalidad: publicar su comentario, sugerencia o valoración. 

Derechos: puede ejercitar su derecho de acceso, rectificación, supresión y otros, tal como aparece en la información ampliada que puede conocer visitando nuestra política de privacidad. https://pagina13.es/politica-de-privacidad/

Compártelo:

spot_imgspot_img
spot_imgspot_img

Popular

Otras noticias
Página 13

El cura gomero que llevó la semilla de la libertad a la Constitución de 1812

Antonio Ruiz de Padrón (1757-1823), sacerdote de San Sebastián...

Gara y Jonay, la leyenda que nunca fue

Una de las leyendas más extendidas en Canarias es...

Jairo Paule y Eva Ortega imponen su ley en una IV Nocturna El Rosario de récord

El pasado sábado 29 de noviembre, el municipio de...

Pablo Milanés: la voz que aprendió a quedarse

El 22 de noviembre de 2022, el mundo amaneció...