En aquellos días nos tirábamos en el Charco de la Laja, por un sitio que le decíamos el embarcadero, justo dónde nos contaba maestro “Juaquín” que muchas noches de pibe, esperó a barcas de cambullón, y subió sacos y fardos por los riscos, sin saber lo que había en ellos, “pá llevarle unas perrillas a la vieja”. Pues allí, con unas gafas, tubo y aletas, y colgando de la cintura un saco hecho con tela de arpillera, buscábamos lapas “de fondo” y en el veril, y la verdad era que llenábamos el saco en un par de horas o tres. Hoy no sería capaz de hacer, ni estar la mitad de tiempo que nos metíamos al rompiente a lapear. Y también de paso, y si se ponían a tiro, cangrejos rojos, pero entonces teníamos que llevar otro saco, porque los cangrejos y las lapas en la misma bolsa…ni de coña.
También llevaba alguno una fija, por si caía algún pulpo. Recuerdo perfectamente aquel fondo arenoso, y más allá a mitad de camino hacia el club y bastante lejos de la orilla una plataforma submarina llena de algas de todas clases y colores. Yo nunca llegué a tocar las algas; estaban muy abajo, a muchos metros de profundidad, pero si llegaba a las rocas esparcidas por el suelo arenoso y a la pared del veril, a por las lapas. Era como ser protagonista de 20.000 leguas de viaje submarino, la novela de Verne. Tenía muchas obras de Verne, regaladas por mi tío Saro, y por un amigo de mi padre, por el que sentía y siento un gran cariño, de siempre, aunque ya no está en este plano físico, sino en su planeta azul. Y lo que aprendí, intercambié, investigué y crecí como persona junto a él, no es fácil de referir. Te recuerdo Paco, viejo zorro plateado.
De algunas de las obras no tan conocidas de Verne, como El castillo de los Cárpatos, El rayo verde, me decía: Lee, y comprende.
Nos quedamos de piedra aquella mañana que Ramón, el catalán, llegó al charco cargando con un aparato de esos de fumigar, que se llevan a la espalda, y un “cinturón” hecho con recortes de bloques. ¡Colegas¡-nos chilló. -Voy a caminar por el fondo con los marineros del capitán Nemo. Nos explicó que había lavado con agua a presión el recipiente y llenado, “sólo de aire” aquél aparato de fumigación ; le había quitado la pistola de fumigar y había dejado el tubo libre, que también había lavado a conciencia. Tenía intención de ponerse el cinturón de bloques, para caer al fondo, abrir la válvula del aire, meterse el tubo en la boca, darle a la manivela…pillar el aire en la boca…y caminar por el fondo.
Nos tiramos todos al agua, y nos quedamos expectantes mirando a través de las gafas, hacía el fondo de arena. Dicho y hecho. Se tiró Ramón de pié, y se fue al fondo. Quedó de pie. Era asombroso; lo vimos caminar unos pasos, darle a la manivela del artilugio de fumigar, meterse en tubo en la boca, quitarlo y salir burbujas hacia la superficie. De repente, se agitó; intentaba quitarse el cinturón, el fumigador, y estaba REALMENTE apurado.
Bajaron dos a ayudarle, y después Luis “el Coco” y yo que estábamos casi en la superficie, ayudamos a tirar de él hasta las rocas. Tosía y llegó a vomitar. Al cabo de unos minutos cuando reguló la respiración, y cogió color, se echó un buche de Coca-cola, nos miró y nos dijo: ¡Cagoenlaleche!, seguro que tragué un fisco de abono, que estaba en el fondo de la fumigadora.
-Te podías haber envenenado, ¡cabrón!. –Pero la idea es buena, funciona-dijo; sólo hay que perfeccionarla un poco. (joputa).
Creo que efectivamente se llamaba Luis, pero siempre fue “El Coco”. Era el primer año que su familia veraneaba en el edificio. Cuando los vimos llegar y empezar a subir maletas, bolsas y cajas al apartamento, fuimos a echarle una mano. Pablo dijo: Chacho, fuerte coco, que pibe más feo… Y si esa es la hermana, cágate también. Y El Coco se quedó. Y además el jodío respondía cuando lo llamabas así. Una de sus hermanas se llamaba (llama supongo) Mercedes, “la Coca” y la otra es hoy en día una conocida artista canaria. No voy a dar más datos. El padre, un conocido maestro de “los de antes”; de cuarenta alumnos en clase, de diferentes niveles, y decían, regla en mano.
Pues nos fuimos una tarde de aventuras y traspasamos la frontera de las fincas del padrastro de Ramón, y por veredas y barrancos, pisamos terreno desconocido. Íbamos mi primo Pepe, el canarión, Suso “Danone”, mi hermano Suso, El Coco, y yo. Al descolgarnos detrás de un muro, allí estaba. La calabaza más grande que habíamos visto jamás. Podía pesar… no sé, veinte kilos, por decir algo, pero era grandísima. Decidimos cortarla de la mata, y llevárnosla como trofeo de la aventura. La cortamos de la mata, y echamos a andar con ella. La llevábamos entre dos, como si cargáramos el cofre de un tesoro. Cada rato parábamos porque era imposible de cargarla, aunque hiciéramos turnos. Al bajar una de las veredas al barranco, la llevábamos el Danone y yo; resbalamos y se fue la calabaza p’al carajo. Rodó, saltó, y sobre una piedra cayó partiéndose en casi dos pedazos, con un ruido como un disparo de una escopeta de cartuchos. Bueno mejor, así el peso iba más repartido. En el fondo del barranco, paramos a coger y comernos un par de higos picos, que “barrimos” de picos con una hoja de ñamera. Cominos y descansamos en la sombra, y cuando recomponíamos “la columna” para seguir el viaje, el Coco empezó a quejarse de la barriga.
¡Pollaboba de mierda!…pues te jodes y caminas o te quedas solo aquí. Recuerdo su cara como si la acabase de ver, y más se le desfiguró, cuando oímos unos gritos desde arriba del barranco en la ladera del lado de abajo. Un tipo nos chillaba, pero no le entendíamos, estaba muy lejos, pero si veíamos claramente que nos estaba “fuchando” unos perros, hacia el fondo del barranco.
¡Cojan la calabaza que puedan y corran, cabrones! ¡Qué los perros nos pillan! . Dicho y hecho, pero el Coco, tirado en el suelo, agarrándose la barriga decía: “Vaigánse”, “vaigánse” que yo voy a morir aquí, mordido por los perros. ¡No puedo correr!
Mi primo Pepe, volvió a por él, y se lo echó al hombro. La verdad es que era un “firingallillo” chico, y nos gritó: ¡Vamos, desde el otro lado del barranco, les tiramos piedras!.
Y una leche. Corrimos y corrimos hasta no poder más; sin mirar atrás. Ya no oíamos a los perros, y llevábamos más de tres cuartos de la calabaza. Aflojamos el paso, y nos fuimos recomponiendo. Cuando llegamos a terreno conocido, caía la tarde. Estábamos asustados, sucios, cansados y el Coco, se había cagado. Menos mal que Pepe, lo había soltado un ratillo antes…. Venga cabrón, anda un poco tú, que ya no puedo ni con mi alma.
Entramos al edificio por el garaje. Convinimos contar que la calabaza nos la había regalado una tía “inexistente” de Pepe “el tejinero” que nos había reconocido al pasar por unos sembrados en una finca, ”pál quinto coño”, dónde habíamos llegado caminando, y se nos había partido por el camino. Tuvimos potaje de calabaza, dulce de calabaza, y tortas de calabaza, hechas en diferentes casas por diferentes madres, más de una semana.
También convinimos en no decir nunca que el Coco se había cagado. Pero creo que cincuenta años después, y ante ustedes que leen mis recuerdos, ya puedo romper la promesa; y si alguien conoce al Coco, y le recuerda lo que he contado, y él dice que es mentira, pues vale, yo diré que de acuerdo, que fue sólo una licencia narrativa por mi parte, para sacarles una sonrisa. Y asunto terminado.