En aquellos días, no sólo recorría (corría por) el barrio; también íbamos a ver a mis abuelos maternos a otro de los barrios de Santa Cruz que, cosas del destino, muchos años después, vio nacer a mis hijos.
En aquellos días, como digo, mi abuelo tenía un estanco, bastante conocido en el barrio, dónde iban muchos vecinos, a comprar botones, sedalinas, otros hilos de colores y para trabajar con agujas y ganchillos, algunos juguetes, y otros objetos de lo más dispar, además de golosinas, revistas, periódicos… Cuando pasaba las tardes allí con mi abuelo, aparecía Juan, “el gago”, un chico que me llevaba algunos años, bastantes, y que por un par de pesetas, iba hasta la última parada de la guagua, y traía los periódicos que mandaban al estanco desde Santa Cruz por la tarde, desde el edificio de “La Tarde”. A veces, me dejaba ir con él, con Juan y le decía: – Juanillo, cuida al niño, como a tus orejas-. Y él respondía: Sh,sh,si..do..don Beli, descuide; y salíamos acera arriba. Iba a hacerle un recado a mi abuelo. Me sentía mayor.
Pero, lo que realmente movía personal y clientes en el estanco, era “descambiar” novelas. En la parte de atrás, en la rebotica, si fuera una farmacia, habían dispuestas una grandes estanterías de madera, con varias baldas, que recuerdo atestadas de novelas… Del oeste con autores como Keith Luger, o Marcial Lafuente Estefanía; de espías, Historias del FBI, y románticas, de varios autores y autoras, y ocupando lugar especial las de Corín Tellado. Estaban agrupadas por estado físico: Nuevas, medio gastadas, gastadas, según hubieran tenido trato por pocas o muchas manos. El cambio era otra novela, y dos pesetas, o medio duro. Las nuevas, si se podía, se vendían de nuevo, que cinco pesetas, era ya el cien por ciento de la ganancia.
Por el estanco pasaban amigos de mi abuelo, a los cuales recuerdo más con miedo que con respeto, y desde luego no con cariño. Pero claro es que eran: Don Fermín, el practicante. Un tipo que era literalmente, el abuelo de la familia Monster; y cuando digo literalmente, es literalmente. También pasaba por el estanco y cuando aparecía, también aparecía “misteriosamente” una botella de coñac Terry, la de la malla amarilla, de debajo del mostrador, con un par de vasitos, Don Pepe, el guardia. Era un guindilla, alto, enjuto y moreno de piel, con el cuello del uniforme raído, y con unas manos de dedos largos. Siempre que me veía, buscaba la forma de darme un “cogotaso” con él decía, de cariño. A veces, me ponía el salacot blanco, con el cuero del interior de mil colores por el sudor, y yo le saludaba militarmente, repito más con miedo que con afecto. –Este chico cada vez está más alto don Belisario; sale al abuelo- decía. El tercero en discordia de los amigos del viejo, era Luis, el barbero. Un tipo calvo, barrigón, de sonrisa perversa, que se le acentuaba, cuando mi hermano o yo estábamos sentados en la silla en la barbería, y le preguntaba a mi madre o a mi abuelo: –
¿Cortito como siempre?. Así, “corte león”, que no se peguen los piojos.
Al lado del estanco, en el local siguiente, estaba la venta de Eutimio. Así lo llamaba mi abuela; el viejo lo llamaba Reyes. Tenía un hijo dos o tres años mayor que yo, Rafael se llamaba, con quien jugaba al boliche, al cual le perdí la pista algunos años después, estudiando bachillerato. Y pasados algunos más, yo ya haciendo COU, me contó mi abuela que había huido a Venezuela, por prófugo del cuartel; como Quico, un vecino del barrio, el hermano de Memo. Yo nunca me lo creí (lo de Rafa).
En la venta de Eutimio (Reyes para mi abuelo), se vendía fruta, papas, galletas inglesas, aceite, margarina, mantequilla, vino y vinagre, que eran del mismo color; en fin… También unas sardinas saladas y secas, que venían en una caja de madera, y que a veces el viejo y sus amigos comían regadas con vino, allí mismo, en el mostrador de la venta, después de meterlas en un pedazo de papel de envolver y triturarlas aprovechando el pedazo de mostrador que se levantaba como un puente, para pasar del lado del cliente, al lado del que despachaba.
A Eutimio, don Pepe siempre le hacía enfadar llamándolo “rojo”, y en aquellos años, yo no entendía como podía enfadarse porque lo llamaran de un color. Aunque don Laurentino mi maestro en aquel tiempo, nos decía que teníamos que decir “encarnado”.
Reyes, (Eutimio para mi abuela), tenía siempre un palillo bailando en su boca de un lado a otro, y le faltaban algunos dientes. Iba pelado a cepillo, y tenía una barba poblada, que aunque se afeitara, siempre le oscurecía los mofletes.
Cuando me veía aparecer por la puerta de la venta me decía: -¿ Ya merendaste?. Dile a la Juani que te haga un bocadillo de margarina y “carne chicago” en un “panicien”. – ¡Rafa, a merendar con tu amigo, joder…! Y a los pocos minutos salíamos los dos, Rafa y el menda con el bocadillo envuelto en papel gris, de aquel, ya sabes… a sentarnos al muro de enfrente, el del jardín.
Eutimio (Reyes para el viejo), siempre me guiñaba un ojo, y me decía: -¡Qué carita de no romper un plato tienes jodío, y me soltaba un “cogotaso”. Ese si era de cariño, seguro.




La carita de no romper un plato la conservas.
El primer bombo de la murga que hicimos en mi barrio era del envase cilíndrico de las sardinas saladas.
Hoy en día los “realitys” televisivos deben estar inspirados en las ventas de barrio, donde vestían de limpio a la más pintada y se calculaban los embarazos con precisión matemática.
Un abrazo amigo.