miércoles, 15 octubre, 2025

Introducción a “Cuándo éramos felices y no lo sabíamos”

Los años sesenta y setenta fueron un tiempo de cambios, de contrastes, de descubrimientos y de rutinas que hoy parecen de otro siglo —y lo son. Reunidas bajo el título: “Cuándo éramos felices y no lo sabíamos”; se recogen pequeñas estampas de aquel tiempo, contadas en primera persona, sin pretensiones, con la sencillez de quien solo quiere dejar constancia de lo vivido.

Son narraciones breves, costumbristas, nacidas de la memoria y del corazón, que invitan a asomarse a una época donde lo cotidiano tenía otro ritmo: los juegos en la calle, las visitas al mercado, la radio como compañera fiel, la escuela con olor a tinta y tiza, y los domingos que sabían a misa y a guiso casero. No se trata de grandes hechos históricos, sino de las pequeñas cosas —las que realmente dan forma a una vida.

Este viaje al pasado no busca la nostalgia fácil, sino el reconocimiento de una herencia emocional y cultural que aún pervive en los gestos, en los recuerdos, en las palabras. Porque en cada escena, en cada voz, hay un pedazo de quienes fuimos. Y, quizás, también de quienes seguimos siendo.

Aquellos años tenían una luz distinta, más pausada, más tibia. Las estaciones marcaban el ritmo del tiempo y de la vida: el verano llegaba con olor a sandía, a siesta obligada tras el almuerzo, a bicicletas sin frenos bajando por la cuesta de tierra, gastando suela. El invierno, en cambio, sabía a botas de agua y a manos frías, a sopa caliente y cuentos contados sentados alrededor de la mesa del comedor.

Los niños teníamos la libertad del barrio y los límites del barranco o los jardines de la autopista. Aprendíamos a leer en voz alta y a escribir con buena letra, porque “la letra es el reflejo del alma”, decía la maestra. Y en casa, no hacía falta tanto para ser feliz: una merienda de pan con chocolate, una hoja en blanco y un lápiz, o simplemente mirar la lluvia repicar en los cristales.

Los adultos hablaban bajito al anochecer, cuando los niños ya estaban acostados, y las palabras importantes se decían sin prisa, como si pesaran. Era un mundo donde lo esencial no tenía nombre, pero se entendía: el respeto, la espera, la palabra dada. Y aunque no lo sabíamos entonces, estábamos construyendo los cimientos de una identidad compartida, tejida con historias comunes, con silencios, con rutinas que hoy parecen reliquias, pero que nos siguen habitando.

Así, cada recuerdo no es solo una mirada hacia atrás, sino una forma de reconocer lo vivido como algo valioso. Porque hay épocas que, al evocarlas, no regresan como pasado, sino como raíz.

Lo que vivíamos los adolescentes en Canarias en aquellos años tenía un sabor propio, marcado por el mar, el viento y una insularidad que, en esencia, no era aislamiento, sino identidad. Éramos jóvenes en un tiempo sin urgencias, donde la vida se desplegaba sin pantallas, y el mundo —nuestro mundo— cabía en unas cuantas calles, en una playa cercana, en una plaza que se volvía centro del universo al atardecer.

Las tardes eran largas y lentas, y las pasábamos entre las confidencias compartidas en bancos de piedra, y las primeras miradas que ya sabían a algo más.

La radio y la televisión traían canciones de la península y más allá, y nos aprendíamos las letras como quien descubre claves secretas. Bailábamos en verbenas bajo bombillas de colores, sintiendo que todo era posible con una camisa bien planchada y zapatos de domingo. Nos bastaban unos vaqueros descoloridos, una camiseta con historia, y la ilusión de que la vida —la de verdad— estaba a punto de empezar.

Las madres nos esperaban con un «¿ya comiste algo?» y los padres con una mezcla de severidad y ternura que apenas se notaba, pero se sentía. No todo era fácil, claro, pero lo llevábamos con una parte de rebeldía contenida y esperanza callada. Porque crecer aquí, en estas islas con olor a salitre y a guagua llena, era también aprender a mirar el horizonte como promesa.

Y hoy, cuando echamos la vista atrás, no buscamos volver —porque no se puede—, sino comprender. Comprender que en aquel tiempo de menos, hubo mucho. Que fuimos adolescentes con alma de descubridores, sin saberlo. Que la vida, con todas sus limitaciones, ya nos estaba regalando aquello que más tarde entenderíamos como felicidad.

Hoy, quienes fuimos aquellos adolescentes de calles polvorientas y verbenas bajo estrellas, caminamos con paso más lento, pero con el corazón lleno de escenas que no se olvidan. Llevamos dentro una época que no necesita adornos porque vive en lo esencial: en una voz amiga, en una comida compartida, en un atardecer que huele igual que entonces.

Y aunque el tiempo haya pasado —y nos haya cambiado—, hay algo que permanece:

Ese saber íntimo, casi sagrado, de que en medio de la sencillez y las pequeñas cosas, fuimos forjando una vida llena de sentido.

Ahora (casi) lo entendemos. Porque aquellos días, aquellas risas, aquellos silencios… eran mucho más de lo que creíamos.

Eran cuando éramos felices y no lo sabíamos.

Ricardo Martín
Ricardo Martín
Docente jubilado. Curioseante.

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