domingo, 7 diciembre, 2025

Las anduriñas, la barca que se hundió y Lucy Melitón

Debía andar por los cuarenta y algo. Rubia, bien proporcionada y con andar resuelto por lo que recuerdo; también tenía una sonrisa cautivadora, al menos para aquella pandilla de quinceañeros que nos juntábamos aquellos veranos en Miramar.

Ella vivía allí todo el año, nos lo había dicho Ramón, que también vivía “siempre” allí, ya que su padre tenía arrendadas unas fincas por detrás de los apartamentos y las charcas. Doña Ana, la abuela de Ramón, nos dijo en cierta ocasión que Lucy era azafata de vuelo de una compañía aérea extranjera. No recuerdo cual,  Lufthansa o Sabena tal vez, pero si recuerdo verla llegar en un MG rojo y bajarse en el garaje, con uniforme gris, típico de su trabajo; saludarnos con una sonrisa y un: -Hola chicos, ¿qué tal vuestro día?.

Nuestras madres decían que era una “pilingui”… (¿Azafata?…Si, si… ya te digo). Y cuando ella estaba por los apartamentos, que realmente eran pocos los días, nos salvábamos de subir los cubos con la ropa para tender (subes conmigo, y luego bajas con los demás, pero te esperas para bajar también la ropa seca), y las madres subían solas. ¿El motivo?.

Lucy Melitón…hacía topless.

Pero siempre (bueno casi siempre), lográbamos burlar la vigilancia de las madres, todas nos vigilaban a todos, fuéramos o no carne de su carne, cuándo se trataba de guardar la pureza de nuestros ojos adolescentes. Alguno veía que cogía el ascensor, o la oían por los pasillos, o simplemente la madre de turno, de repente, le entraban fuerzas para llevar el cubo desde la puerta de la azotea a las liñas, y te despedían: -Tira pá bajo, no hagas esperar a tus amigos. O cualquier otra frase de  ese estilo mientras se interponía ocupando la totalidad de la puerta, e impidiendo el acceso a la azotea.

Esta era la señal; e inventábamos mil historias, para subir por turnos a la azotea, y verla en una esquina, algo apartada en una hamaca plegable tomando sol; solo un minuto y por riguroso turno, nos turnábamos y entrábamos a la azotea, “distraídos” nos acercábamos a ella, y mirábamos “a lo lejos” con aire interesado; luego “caíamos en la cuenta” de que ella estaba allí, y saludábamos. Ella respondía con un “hola chico”, a nuestro: – Buenos días…aquí, a ver por dónde vienen las anduriñas. Y ella sonreía.

Mentira, no íbamos a ver las anduriñas, íbamos a verle los pechos a Lucy Melitón.

Teníamos un truco, una trampa para cazar anduriñas. Cuando aparecían después de algunos vuelos erráticos, comenzaban una “danza” peculiar, volando en círculos a una altura que luego dejaban y bajaban haciendo un semicírculo para volar en rasante por el centro de una vereda que tenía a un lado la trasera de los apartamentos y al otro, los tarajales y la charca. Llegaban al final de la vereda y remontaban el vuelo hasta alcanzar el borde de una supuesta elíptica, hacían un par de giros, y tomaban nuevamente la “senda de planeo” para hacer la rasante en la vereda.

Hacíamos con cartulina un cucurucho del tipo “sombrero de mago Merlín” o de “capuchino de Semana Santa”. Le dábamos consistencia y peso con varillas de caña, que pegábamos en el interior con pegamento “de harina”, y alambre. Luego en el extremo fino, le cortábamos la punta y dejábamos otro agujero, pequeño, como del ancho del dedo índice.

Nos escondíamos en los tarajales y cuando la anduriña de turno comenzaba la rasante, lanzábamos al aire, en medio del camino, el cucurucho. Muchas veces, y digo muchas, las anduriñas, entraban por el agujero grande, pero no podían salir luego por el pequeño; quedaban atrapadas y caían al suelo, trabadas las alas, dentro del cucurucho. Las cogíamos y les pintábamos bajo las alas con pintura de uñas, ”sustraída” a cualquiera de las madres. Así sabíamos si las volvíamos a pillar de nuevo, ese verano u otro. (Ay, si Rodríguez de la Fuente, nos hubiera visto; o David Attenborough, del National Geographic). Lo hacíamos a la tardecita, con la caída del sol, y si no había suerte, siempre nos quedaban las piedras en la charca, o algún cigarrito a escondidas en los finales del garaje, que robábamos por turnos a los padres fumadores.

En una de esas noches de confidencias, historias y proyectos después de la cena, en el porche del edificio, fue cuando decidimos hacer el barco.

El salón de aperos grande de la finca del padre de Ramón, fue el astillero. Hicimos decenas de dibujos y cálculos, y al final decidimos. Tenía casi dos metros de largo; la quilla era de “uralita” plástica, el resto, tabicas “de ocho”, y todo estaba perfectamente unido y sellado con una mezcla de cemento y hojas de platanera secas; (perdónanos Thor Heyerdahl). Cuando quisimos moverla, era literalmente imposible; debía de pesar más de doscientos kilos.

¿Cómo llevarla a la charca, una vez el cemento estuviera seco?. Del salón a la charca había casi trescientos metros o más de veredas y caminos entre fincas. Al final Ramón dio la solución. Lo “remolcaríamos” con el tractor de oruga que tenían para tirar del arado grande. Y así fue.

El trayecto duró más de una hora, y al final, el tractor subió el terraplén empinado de la charca, se alineó con el agua, y empujando, y por su propio peso y la inclinación, la barca tocó agua entre las hierbas y juncos de la orilla, y desenganchamos la cadena con la que habíamos tirado de ella. Los tres ingenieros, Ramón, Pepe “el tejinero”, que era un pibe que trabajaba en la finca, y yo, habíamos echado a suertes, “a la pajita más corta”, quienes navegarían en la barca, sólo cabían dos… y yo saqué la más chica. A verlos desde la orilla.

También habíamos hecho unos remos (es un decir), con trozos de madera de balsa, de las cajas de tomates, unidas con vergas y con los mangos hechos de cañas de cañaveral.

Se subieron los dos dentro de la barca; empujaron con los remos, y con mi ayuda la barca se separó de la orilla, se movió hacía el centro de la charca… y flotó.

Dieron tres o cuatro veces a los remos… ¡aquello funcionaba! . ¡Éramos unos genios!. Gritábamos entusiasmados, cuando de repente, …… ¡GLUOOOOS!, la charca se tragó la barca; literal, se la tragó. No se hundió poco a poco, simplemente desapareció.

Ramón y Pepe, pudieron alcanzar la orilla nadando; menos mal que el empuje de la propia barca  y el fango del fondo no había “tirado de ellos”.

Mojados, y asustados los ayudé a salir del agua; yo también me había acojonado, pero por ellos, porque se ahogaran; después de cenar y sentado en el balcón, fue cuando pensé que yo podía haber ido en la barca… Jod..eerr.

¡Tío coño, que casi nos ahogamos en esa mierda!- dijo “el tejinero”. Si- contestó Ramón – pero flotó.

Menos mal que no pasó nada; nos hubiéramos quedado sin “marcar anduriñas”… y sin verle “las peras” a Lucy Melitón.

Ricardo Martín
Ricardo Martín
Docente jubilado. Curioseante.

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

Información básica de protección de datos

Responsable: Moisés Castilla Melián.

Finalidad: publicar su comentario, sugerencia o valoración. 

Derechos: puede ejercitar su derecho de acceso, rectificación, supresión y otros, tal como aparece en la información ampliada que puede conocer visitando nuestra política de privacidad. https://pagina13.es/politica-de-privacidad/

Compártelo:

spot_imgspot_img
spot_imgspot_img

Popular

Otras noticias
Página 13

El cura gomero que llevó la semilla de la libertad a la Constitución de 1812

Antonio Ruiz de Padrón (1757-1823), sacerdote de San Sebastián...

Gara y Jonay, la leyenda que nunca fue

Una de las leyendas más extendidas en Canarias es...

Jairo Paule y Eva Ortega imponen su ley en una IV Nocturna El Rosario de récord

El pasado sábado 29 de noviembre, el municipio de...

Pablo Milanés: la voz que aprendió a quedarse

El 22 de noviembre de 2022, el mundo amaneció...