Aquellos finales de los 60 y principios de los 70, los vivimos con el tiempo suspendido (ahora puedo definirlo) entre la inocencia y la esperanza. En los colegios, los recreos eran una fiesta de risas, partidos de fútbol de aquellos de “un gol a la calle” o “el que meta gana”, partidas de boliches a “chis y palmo”, “a la verdad y la mentira”, y a “monta la chica”, y bocadillos de “panicien”, (no recuerdo cuando me vine a enterar, que la palabra era “parisien”) referidos al tipo de pan, y rellenos de carne “enjamonada”, chorizo de perro, o chocolate La Candelaria… Pero había algo que todos esperábamos con impaciencia, algo que marcaba las mañanas de recreo con una ilusión especial: la llegada del camión de los batidos.
A media mañana, cuando el sol ya empezaba a calentar los patios de tierra y cemento, se oía el rumor del camión que traía los batidos. Venía con su caja pintada de rojo y blanco, y un letrero que decía “ILTESA”. Siempre venía el conductor con otra persona que lo ayudaba a descargar aquellas cajas de madera y al reparto; solían ser los mismos y Juan Carlos, “el libélula” lo conocía porque vivía por su casa. El hombre se bajaba de la cabina, abría la puerta trasera, y con el ayudante comenzaban el reparto, organizándonos por filas, la señorita Delfina, la señorita Dulce y a veces, don Opelio, el secretario. Repartían para todas las edades, para todos los chicos del centro, desde párvulos hasta sexto de bachillerato.
Los había de tres sabores: fresa, vainilla y chocolate; venían en botella de cristal con el nombre de la empresa impreso en ellas a modo de relieve y como cierre, una tapa de aluminio de color plateado, que se podía quitar o perforar con el dedo con facilidad. Los de fresa solían desaparecer primero. El sabor era gloria pura, fresquitos, fresquitos. Algunos lo saboreaban despacio, como si el tiempo se detuviera. Otros los guardaban en la sombra para beberlos más tarde, otros los bebían de un trago, sin dejar ni una gota.
Lo que más desagradaba de los batidos era la capa de nata, que se creaba en el cuello de la botella junto a la tapa de aluminio plateada, por lo que muchos, hacíamos un agujero pequeñito en la tapa con un lápiz y luego, lo agrandábamos un poco para que la nata se quedara pegada por dentro en la tapa; otros vaciaban el principio del batido en la tierra del patio y así poder eliminar la nata, aunque siempre quedaban algunos restos, que creaban una sensación algo desagradable en la boca y a la hora de tragar el líquido. Recuerdo a la señorita de segundo de primaria, no recuerdo su nombre…¿Pilar?, que les decía a su grupo que el batido era leche “con sabor” y que tomándola, serían muy altos.
Altos sí que eran, y bastante, al menos en esa época me parecían, los tamarindos que estaban en los laterales del pequeño zoológico que hasta principios de los años 70, existió en el Parque García Sanabria de Santa Cruz.
Los sábados por la tarde y los domingos por la mañana, sin deberes del cole que hacer, muchas familias de Santa Cruz solían pasear por el Parque García Sanabria. Era (es) el corazón verde de la ciudad, un oasis de sombra y murmullos, con fuentes, esculturas y aquel aroma dulce de las flores del laurel de Indias. Pero lo que más atraía a los niños era el pequeño zoológico que se ubicaba en la parte alta del parque, lindando, con la conocida como “Rambla de las Tinajas”, otro referente de la ciudad, dónde hoy existe una cafetería restaurante.
Aquel zoo, si podemos llamarlo así, era modesto, para nosotros era como tener el mundo entero en una esquina del parque. Había gacelas que miraban con una elegancia infinita, moviendo sus orejas finas al menor ruido; pavos reales que desplegaban sus colas de colores con una majestuosidad que nos dejaba boquiabiertos; y un personaje que recuerdo con una mezcla de fascinación y miedo: el mandril.
Su jaula estaba junto a un rincón sombreado, y siempre había gente alrededor observando sus gestos. Tenía las mejillas de colores vivos, casi irreales, y unos ojos que parecían entenderlo todo. A veces se enfadaba, golpeando los barrotes con las manos, y los niños salíamos corriendo entre risas nerviosas. Pero había días en que se quedaba quieto, como pensativo, mirando a los paseantes, como si añorara algo que nosotros no podíamos comprender.
No había teléfonos móviles para hacerse selfies, ni prisas. Bastaba con ver a los pavos reales cruzar los caminos o escuchar el rumor del agua de las fuentes para sentir que uno formaba parte de algo hermoso. Los domingos, los vendedores de globos y barquillos y pirulís, completaban esa escena imborrable.
Venga- siéntate ahí en el banco hasta que te termines el helado… Por favor no te manches cariño.
También recuerdo de aquellas semanas en verano que pasábamos en Las Palmas, que también había un pequeño zoológico en el Parque Doramas, y allí vivía todo un personaje: El mono Felipe. Era un personaje tan famoso como querido —y a veces temido— por los niños. Vivía en una jaula junto al estanque con peces rojos, y lo más curioso era su costumbre de fumar cigarros y puros que la gente, entre risas, le lanzaba encendidos. Hoy aquello nos parecería una barbaridad, pero en aquel tiempo se veía con una mezcla de sorpresa y ternura. Felipe, con una habilidad de viejo marinero, tomaba el cigarro, lo soplaba para que prendiera bien la mecha, inhalaba, y se quedaba mirando a su público, echando el humo por la nariz.
Cuando estaba de buen humor, hacía cabriolas y extendía la mano para pedir más. Los niños lo adoraban, y los mayores lo mencionaban como quien habla de un vecino conocido. “Vamos a ver a Felipe”, se decía los domingos, y la visita al zoo se convertía en una cita obligada.
Pero si hay un sonido que define aquella época, no era el de los coches ni las radios, sino el canto de los vendedores ambulantes. Entre ellos, si uno quedó grabado en la memoria de aquella generación y alguna posterior, ese fue el vendedor de pirulís.
Aparecía en las plazas, en las ferias o a la salida de los colegios, con su bastón estandarte, lleno de pirulís y manzanas caramelizadas de color rojo brillante que brillaban bajo el sol. Su grito era inconfundible:
—¡Mira, Manolitooo! ¡Mira, Carmitaaa! ¡Miran, pero no compran!
Los niños se reían, y los padres disimulaban las ganas de reír para no dar pie a comprar más chucherías. Los pirulís, como digo, eran rojos, pegajosos, con ese sabor entre fresa y azúcar quemado que se pegaba al paladar. El vendedor era parte del paisaje urbano, igual que los coches de dos tonos, los kioscos con la prensa o los bancos de hierro y piedra del parque.
Aquellos cantos aún resuenan en la memoria colectiva, como un eco que nos devuelve a un tiempo en que la vida era más simple, más cercana, más humana. Donde un batido de chocolate, un paseo por el parque o un pirulí eran suficientes para hacernos felices.
Hoy, cuando uno pasa por el Parque García Sanabria, ya no están las jaulas, ni las gacelas, ni los pavor reales (ni el mandril) y el vendedor de pirulís hace tiempo que se perdió entre los recuerdos. Pero si uno se detiene y cierra los ojos, todavía puede oír el rumor de las risas, el canto del vendedor ambulante, el batir de las alas de un pavo real o el resoplido del viejo mandril.
Esa es la magia de la memoria: rescatar los colores, los sonidos y los sabores de un tiempo que ya no está, pero que sigue vivo en quienes lo vivieron.
Y aunque los niños de hoy ya no esperen el camión de los batidos ni corran detrás de un vendedor de pirulís, cada generación guarda su propia versión de aquella felicidad sencilla, la que se esconde en los recreos, en los parques y en los recuerdos que nunca se apagan.
Me has hecho recordar aquellos tiempos de cole y salidas con mis padres y abuelos. Días pasados en ese parque y no querer irme para casa, pedía, siempre, quedarme un ratito más.
Gracias Encarna por tu comentario. Fuimos muchos los que pedíamos quedarnos un ratito más. Y marcharnos por el «paseo más largo», para «tardar más».