Llegábamos a Bajamar el día de San Pedro y San Pablo. Y allí nos quedábamos hasta la última semana de septiembre. Después del mes de agosto, que era cuando se llenaban de verdad los apartamentos Miramar, allí en la bajada al Club Náutico, nos quedábamos en septiembre las familias de siempre. La pandilla se veía reducida, las tardes comenzaban a ser más fresquitas, y comenzaba un poco el aburrimiento. También las mareas cambiaban, y se rebosaban las piscinas, el agua llegaba hasta el paseo y al puesto de la Cruz Roja, la bandera roja estaba puesta un día sí y otro también, y las madres no estaban por la labor de dejarnos ir con tanta libertad a las piscinas, y mucho menos al Charco La Laja, al lado del Club. Prohibido totalmente, incluso “ir a mirar”.
Don Nino, el padre de Suso “Danone”, trabajaba en ICONA, y la noche del día que llegábamos, en el solar dónde semanas después construiríamos las casetas “multiusos”, hacía una hoguera (decía que también se hacían hogueras ese día, no sólo en San Juan); los pibes traíamos ramas, hojas secas de platanera, maderas… y nos reuníamos chicos y mayores, alrededor del fuego, en nuestra primera noche de ese verano juntos. Algunas familias llegaban a última hora de la tarde, pero todos ayudábamos a subir bolsos y maletas al apartamento correspondiente, para que pudieran sumarse al “fuego de campamento” de ese día. Era genial.
(Sólo he vivido ese compañerismo y amistad entre veraneantes de un mismo edificio, muchos, muchos años después, ya casado y con los niños nacidos, en nuestros veranos en Agua Salada, en Playa de la Arena, en el sur de Tenerife.)
En la hoguera se cocinaban jareas, sardinas, carne, papas entre las brasas… Todas las familias se sentaban alrededor de la hoguera, se contaban las novedades del año que se había dejado atrás, unos vasitos de vino, (los pibes refrescos, y algunos de los mayorcitos ya su pisco de vino con refresco), café y rosquetes laguneros. Y así comenzaba el verano.
Después al cabo de un par de horas, las madres y abuelas se retiraban, a “arreglar los armarios y recoger un poco para poder limpiar mañana”, y los padres y los chicos nos quedábamos allí, pegados a las brasas, tirando papeles, alguna rama… En fin, buscando avivar las llamas. Los viejos, nos pedían una brasa para “mechar los puros”, que había traído mi viejo, que le mandaba de La Palma su amigo Gabriel Gómez. Medios güisquis, vinitos…y charla. Y se hacía la madrugada. Poco a poco, los puretas se iban retirando, algunos trabajaban al día siguiente, y quedábamos los pibes y Don Nino. Entonces decía la frase que esperábamos: – ¡Venga, a orinar la hoguera.! Y entonces todos nos sacábamos el pito, y meábamos sobre las brasas, haciendo apuestas, de quien apagaba más y desde más lejos.
Al padre de Ana y Pili, y por más señas, si siguiera vivo, el tío abuelo de Sergio Rodríguez, “El Chacho”, todos en los apartamentos lo conocían como “el Doctor Gannon”. Desde luego no era ni remotamente parecido a aquel apuesto Chad Everett, protagonista de la serie Centro Médico que emitió televisión entre el 69 y el 76, y que hizo que se dispararán las vocaciones médicas en medio mundo. Era un señor que de parecerse lo haría más al abuelo de Médico de Familia; ya estaba retirado, aunque por lo que recuerdo oír a los viejos, “se sacaba una perrillas de más, con seguros”. Su vida se la había pasado embarcado, y su pasión era la medicina, carrera que nunca tuvo oportunidad de estudiar. Contaba Machín, el padre de Pablo, que lo conocía de la Peña Salamanca, que en una ocasión había operado a un compañero, en el petrolero donde navegaba, de una “apendicitis estrangulada”, siguiendo las indicaciones que un médico le daba por la emisora del barco, desde tierra. Y a que él me viera la tremenda herida que me había hecho en la rodilla, al caerme del muro de las plataneras de la finca de detrás de la charca, me llevaron al mediodía de mediados de julio de aquel año.
Nos subíamos a lo alto de los muros de bloques blancos, escalando poniendo pies y manos en los huecos entre bloque y bloque; “pá nada”, “por subir”. Y en uno de esos días me pilló mi padre, desde el coche, bajando la carretera. Paró y me chistó. – ¡Heyyy, bájese de ahí!. Lo había hecho muchas veces. Ponías el culo en el filo del bloque y te girabas rápido; quedabas un instante en el aire, te agarrabas al filo del muro, y poniendo pies y manos de forma adecuada en los huecos, comenzabas “el descenso”. ¡Cómo los marines, vamos! . Pero en esa ocasión mis manos no encontraron el muro y lo bajé raspándome manos y rodillas, contra el muro. Cuando llegué al suelo, al colchón de hojas secas de platanera, la rodilla la tenía dos veces su tamaño, un hueco por el que se veía algo blanco, y sangre… hasta en el carné de identidad.
Con la pierna extendida, temblando, más de rabia que de dolor en el salón del apartamento, oí la voz de D. Antonio, así se llamaba el “Dr. Gannon”, calmando a mi madre, diciendo que seguro no era nada, cosas de chiquillos. Me tocó la rodilla, me la remiró, hizo un comentario de que la suerte había estado de mi lado, porque se me podía haber producido un derrame sinovial; dijo que lo blanco que me tenía acojonado (pensé que era el hueso), era la propia carne quemada del roce, y me puso nueve puntos…¡de esparadrapo!; de proximidad los llaman ahora, creo. (Alguno puse yo, muchos años después, en mi época de la “Escuela Hogar”, en La Esperanza, cerrando heridas de caídas de los alumnos del internado).
Se me jodió medio verano. Tenía que guardar reposo y no podía bañarme en la playa, hasta que se fuera cerrando la herida. Pero no hubo mal que por bien no viniera. Las chicas y los más pequeños me venían a ver como si fuera un héroe, y me leí casi toda la colección de Los Cinco y Los Siete Secretos de Enid Blyton, y alguno de Khalil Gibran .Los cabrones de los colegas, casi ni aparecían por mi casa. Sólo Ramón, y solo a veces, cuando regresaba de la finca.
Ramón, “el catalán” era (es) mi amigo. Nos llevábamos de coña, aunque muchos otros pibes de la pandilla, no lo tragaban. Y muchas madres no lo hacían amistad recomendable, porque rajaba mucho y blasfemaba, decían. El vivía todo el año en los apartamentos, porque su padrastro (que si, seguro, me lo dijo ella misma, que el padre de Ramón estaba en Barcelona, y que ella vivía desde hacía varios años con José, pero no estaban casados claro que no; eso le decía mi madre a Dª Nieves), tenía arrendadas unas fincas por la zona. Chulito si era. Alto, rubio, guaperillas, más desarrollado de lo normal para su edad, y…lo sabía…y lo usaba.
Su padre (el verdadero), que al parecer también lo era de Nina, la famosa cantante y coach, según contaba el propio Ramón, tenía un bar en Barcelona, y de vez en cuando le mandaba regalos, pero regalazos. Ropa de marca, bolsos cojonudos de deportes, tenis (bambas los llamaba él), pero ya fue lo máximo cuando aún convaleciente de mi episodio con el muro, vino una tarde a mi casa y me enseñó lo que le había mandado su padre. Alucinante. Era un avión de motor, de vuelo circular. Una pasada. Después de mucho rogarle a mi madre, me dejó ir (cuidado, no hagas muchos esfuerzos sobre la pierna mala), a probarlo a la azotea del edificio.
Era diáfana y transitable (inevitable recordar a Lucy Melitón, ya nombrada en otro episodio de esta serie) en un noventa por ciento; el resto, en los lados más cortos del rectángulo que conformaba, tenía esos armazones de tubo de agua y liñas de plástico para tender la ropa.
Abrimos la caja. Allí estaba un flamante Supermarine Spitfire; una réplica a escala del famoso caza monoplaza de la Segunda Guerra Mundial. ¡Qué guapada!
Con manos y cara de experto Ramón lo montó, y antes de ubicarlo en su lugar, pusimos gasolina, cebamos y arrancamos el motor. Daba brincos por el suelo, y se paró enseguida. Bien, funciona. Estiramos el nailon con el que se guiaba, y calculamos el círculo hipotético que haría una vez en el aire el cacharro, para ver dónde nos poníamos que no fuera a dar contra los tendederos. Entonces fue cuando se le ocurrió a Ramón. ¿ Y si le quitamos este nailon, y lo ponemos más largo?. Lo haremos volar más lejos. Espérate. Bajó a su casa y en unos minutos estaba de vuelta, con un ovillo de cordel de rafia trenzada de las que se usaban para coser los sacos en la finca. – Este material es más fuerte, y más gordo que el nailon que traía la caja. Vamos a ver si cabe por los agujeros. Y cabía. Y le pusimos casi el doble del hilo que traía de origen.
Lo estiramos sobre la azotea. Y con el motor en su sitio, lo arrancamos. Comenzó a moverse por el suelo. – Aguántalo tío, voy a coger las asas del otro lado, a estirar el hilo y cuando te diga, aceleras el motor, y lo sueltas. Te echas a un lado para no darte, y yo tiro de él hacía arriba para ponerlo en el aire y volarlo.
Al cuarto intento nos pusimos de acuerdo y pudimos sincronizarnos en los movimientos. Solté el avión, rodó sobre el suelo. Cogió velocidad y Ramón maniobró las asas, con el hilo tirante, para que el Spitfire se despegara del suelo y comenzara su vuelo. ¡Arriiiiba con él! . Se ajeitó para que el avión, una vez en el aire, pasara sobre el parapeto de la azotea más próximo, camino de completar la media vuelta en el aire, de su primera vuelta. Ramón giró sobre sí mismo, ya se había puesto de pié, la maniobra de “despegue” la había comenzado en cuclillas, y le faltaba superar el parapeto del lado de las charcas, para completar la primera vuelta. ¡Qué pasadaaaa! ¡Vamos,vamosss!
Y entonces… la cuerda partió. El Spitfire había superado el parapeto, y voló por encima de él. Siguió su vuelo, pasó a centímetros de las puntas del cañaveral, y entró en picado. Directo a la charca. Acabó su vuelo en el centro de la misma; duró unos segundos, tal vez medio minuto en la superficie. Luego se hundió.
Nosotros mirábamos asombrados, apoyados en el parapeto. ¡Cagondeu! – dijo Ramón. ¡Jodeeer! ¿Y Ahora? –dije yo.
Pues a joderse – dijo Ramón. Hablaré con mi padre, y que me mande otro de Barcelona. Vamos que se lo cuente a mi madre, y te invito a una coca-cola, “cojodemierda”. Y bajamos de la azotea al piso de abajo, y mientras esperábamos el ascensor en silencio, intenté imaginarme al padre de Ramón (al verdadero), y su reacción cuando su hijo le dijera que el Spitfire ”había sido derribado en combate”. Me dolía un poco la rodilla de haber estado agachado.
En una de las esquinas de la cristalera de la galería, pegado al techo, nos miraba un perenquén.