En aquellos años, en la calle donde vivía en el barrio, estaba la parada final de las guaguas. Allí llegaban y llenaban todo el aparcamiento a lo largo de la calle, enfrente de casa. Debajo del balcón de Doña Pepita, estaba “la caseta”. Pintada de azul y blanco, era de metal, con techo de uralita, con una abertura a modo de mostrador, dónde los cobradores entregaban y recibían las carteras con el cambio y los billetes, los “tiques”; pero eso duró poco. Los cobradores desaparecieron en las guaguas azules, y sólo quedaron en las rojas que iban a los pueblos, y en las de Vimar, que iban a Bajamar, La Punta y Las Mercedes. Así que veía a los conductores llegar y entregar allí, una especie de bandeja ranurada, donde llevaban “el cambio”.
Luego iban al carrito de la esquina, el de Don Jorge, y algunos venían con el paquete de cigarros Record, o Vencedor, o dos o tres Rothmans (tabaco rubio inglés), envueltos en una servilleta de papel, con el botellín de cerveza (ni se pensaba en controles de alcoholemia) y el bocadillo de “chorizo perro” a sentarse en un círculo de bloques pegados a la sombra de la caseta.
Caíamos por allí, a jugar al boliche en un pedazo de tierra, pegado a la caseta, y oíamos las conversaciones sobre tal o cual cosa, de los rumores de que a Franco le quedaban dos días, de cómo estaba de buena la hija del practicante, vivía en el portón 4; yo cambiaba colorines, ahora son comics, con su hermano, de ediciones hechas en Méjico, ahora es México, de Editorial Novaro. El Llanero Solitario, Red Ryder, Hopalong Cassidy, La pequeña Lulú, Super Ratón… Pues eso, nos hacíamos “grandes”, no “mayores”, escuchando soltar tacos y como decían nuestras madres, blasfemar a los choferes.
Jugábamos a los boliches. A “chis”, “chis y palmo”, ”el cuadrito”, a la verdad y a la mentira. Boliches, nunca les llamamos canicas, habían de muchas clases: pimpas, pimpitas, vacas, vacotas, según su tamaño; de un color único dentro del cristal, de varios colores…y los venezolanos. Éstos eran de nácar, no de cristal, y “valían” tres o cuatro pimpas de un color. También estaban los “de la suerte” que usábamos para los tiros imposibles.
Uno de los choferes era D. Francisco, Pancho para sus compañeros. Nos traía del carrito “regalía de la dura” a los pibitos que jugábamos al boliche, y la cogíamos y le dábamos las gracias con mucho respeto. (A ver qué niños hoy le aceptan a un desconocido una golosina). A veces alguno de los choferes, o el encargado de la caseta nos decía: pibe, recoge los cascos, llévaselos a Jorge al carrito, y que te de una pastilla de plátano, y que la ponga a la cuenta. Y a veces las llevábamos entre dos, y nos daba D. Jorge dos pastillas, una a cada uno. Otras veces, el “inspector” de guardia en la caseta, llamaba a alguno y dándole el pito, nunca dijimos silbato, con el que daba la orden de marcha a las guaguas, decía: Dale pibe, tres pitidos largos que la que sigue va pá Plaza España. Y el resto, nos moríamos de envidia.
Pero nos duraba poco; sabíamos que mañana, podía ser otro cualquiera de nosotros. Y así.