domingo, 12 octubre, 2025

El manuscrito Voynich: un libro que todos pueden ver y nadie puede leer

No sabemos cuándo, dónde ni quién escribió el Manuscrito Voynich. Y aquí podríamos dar por finalizado esté artículo. Pero intentaremos aportar algunas de las hipótesis más sugerentes que se han planteado a lo largo de los años: desde las teorías que lo atribuyen a un tratado médico medieval, hasta quienes sostienen que se trata de un elaborado fraude o incluso de un texto cifrado con un propósito aún desconocido.

En el fondo de una caja fuerte de la Universidad de Yale duerme uno de los enigmas más sugestivos de la cultura escrita: un códice de pergamino, tinta pálida y pinturas que parecen salidas de un sueño botánico, astronómico y erótico a la vez. Lo conocemos como manuscrito Voynich, y su presencia es tan tangible como su mensaje es inaccesible; lo hojeas y te mira desde el siglo XV sin ofrecerte más que imágenes, un alfabeto que no se parece a ninguno y la sensación de que, delante de ti, yace una voluntad de secreto deliberada.

Lo primero que cabe decir, porque disipa fantasías conspirativas y sitúa el objeto en su tiempo, es que el códice es verdaderamente antiguo. Las pruebas del carbono aplicadas al pergamino lo sitúan en la primera mitad del siglo XV, con una datación aproximada entre 1404 y 1438; los pigmentos y los materiales correspondientes a ese periodo refuerzan la autenticidad material del volumen. Es decir: no es una broma moderna ni un pastiche contemporáneo, sino un testigo físico de la Europa tardomedieval o del Renacimiento incipiente.

El manuscrito reapareció en las crónicas modernas en 1912, cuando el librero polaco Wilfrid Voynich lo compró en la Villa Madragone, cerca de Roma; desde 1969 se conserva en la Beinecke Rare Book and Manuscript Library de Yale, donde hoy se le estudia con herramientas que los ojos barrocos no podían soñar. A falta de una lectura directa del texto —esa combinación persistente de signos que nadie ha podido traducir con certeza— lo que nos queda son las imágenes: secciones herbales con plantas irreconocibles, diagramas astronómicos, páginas de bañistas desnudas en piscinas laberínticas y una gran «roseta» que ha alimentado interpretaciones cosmogónicas y ginecológicas por igual.

A lo largo del siglo XX, el manuscrito ocupó el interés de alpinistas del desciframiento: desde aficionados hasta criptógrafos de talla mundial, incluidos los que trabajaron en Bletchley Park y otras oficinas de guerra en las décadas centrales del siglo pasado, sin que ninguno lograra perforar el muro de la grafía. Esa bancarrota interpretativa convirtió el libro en un laboratorio público donde convergen matemáticas aplicadas, lingüística, historia del arte y, más recientemente, inteligencia artificial. Pero el hecho de que tantos intentos hayan fracasado no implica que el texto sea estrictamente incomprensible por naturaleza; más bien apunta a la complejidad de su sistema y a la ausencia de contexto fiable que nos permita anclar signos a significados.

En los últimos años, la investigación se ha vuelto más sofisticada. Multiespectros, escáneres y análisis digitales han revelado detalles que la vista no ve: rasgos de tinta superpuestos, adiciones tardías, y trazas que sugieren intentos antiguos de leer o reinterpretar el texto por manos previas a la llegada de Voynich. Estas huellas —manuscritas, a veces apenas perceptibles bajo luz no visible— han devuelto al libro algo que muchos creían perdido: la presencia de lectores activos, ediciones y correcciones que hablan de circulación y uso. No era, por tanto, un simple «objeto de gabinete», sino algo que atrajo la atención de agentes de saber durante siglos.

En cuanto a su contenido, las hipótesis no se han agotado, y acaso esa sea la virtud del Voynich: obliga al pensamiento a ser discreto. Hay quienes sostienen que se trata de un herbario exótico, un compendio terapéutico que mezcla recetas, remedios y astrología; otros señalan la presencia masiva de imágenes femeninas en ambientes acuáticos y proponen lecturas vinculadas a la ginecología medieval o a la medicina de la reproducción. Un trabajo académico reciente ha vuelto a poner el foco en esa línea al estudiar la iconografía de la «roseta» y las figuras femeninas, proponiendo que parte del códice pudo encubrir conocimientos sobre sexualidad y embarazo que, por motivos culturales, se transmitían de forma cifrada. Es una hipótesis plausible que, si bien no traduce las palabras, da un marco funcional y social al objeto.

No han faltado tampoco quienes, en la búsqueda de titulares, proclamaron haber «resuelto» el misterio. En varias ocasiones en las últimas décadas aparecieron pretensos descifradores: desde eruditos que atribuían el texto a figuras medievales hasta lingüistas que afirmaron identificar una lengua o un proto-romance oculto. La mayoría de esas reclamaciones han sido contestadas por especialistas; la crítica académica recuerda con prudencia que descifrar es, antes que nada, probar hipótesis con evidencia reproducible y contexto histórico. Un caso paradigmático fue la reclamación de 2019 sobre un supuesto «protorromance», que obligó a universidades a distanciarse ante la falta de metodología convincente.

En el plano técnico, la machine learning y el análisis estadístico han añadido piezas al rompecabezas. Estudios de modelado de temas, análisis de frecuencias y redes de coocurrencia han mostrado que la estructura del texto no es aleatoria: exhibe patrones, ritmos y redundancias que semejan a los de lenguas reales o al menos a sistemas complejos de enunciación. Eso refuta —aunque no prueba nada definitivo— la idea de que se trate de un hoax moderno sin contenido. Si el texto fue construido para no decir nada, lo hizo con una disciplina que imita la coherencia lingüística.

¿Y los secretos? El Voynich guarda, en primer lugar, su autoría: nadie ha presentado una credencial segura que lo firme antes del siglo XVII; la firma que aparece en algunos folios ha sido objeto de debate y podría corresponder a manos posteriores. Guarda también el propósito original: ¿manual para boticarios, atlas astrológico, tratado de secretos femeninos, mapa esotérico o ejercicio erudito de criptografía? Guarda, finalmente, esa cualidad intangible que distingue los grandes enigmas culturales: la capacidad de proyectar sobre él nuestras expectativas, miedos y deseos. Cada nueva técnica de investigación lo desvela con una mano y lo cubre con la otra, y así sucesivamente.

Quizá el aspecto más bello y a la vez frustrante del manuscrito Voynich es que obliga a la paciencia. A diferencia de los grandes rompecabezas que se resolvieron en una temporada —pensemos en los códigos del siglo XX—, este libro se nutre de siglos de silencios y de manos que intentaron traducirlo en su propia lengua y con sus propios métodos. Cada hallazgo, cada imagen revelada bajo lúmenes no visibles, añade textura a la historia pero no la clausura. El resultado es una obra que se parece más a un archivo vivo que a un secreto sellado: cuanto más la miras, más historias desata.

Si algo cabe dejar al lector desde esta crónica es una invitación a la modestia interpretativa. No es improbable que algún día aparezca la clave que permita leer el manuscrito de corrido; también es posible que jamás encontremos la contraseña original y que el Voynich continúe, como hasta ahora, siendo un espejo en el que proyectamos nuestra fascinación por lo desconocido. Mientras eso sucede, la pregunta que perdura no es sólo «qué dice», sino «qué nos hace sentir que no podemos dejar de mirarlo». Y esa, al cabo, es la lección que hacen bien los grandes enigmas: nos devuelven la urgencia de saber, y con ella la certeza de que la historia material guarda todavía territorios inaccesibles, hermosos y obstinadamente silenciosos.

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