A menudo envuelto en mitos de grandeza imperial y genialidad militar, Napoleón Bonaparte ha sido retratado como un símbolo casi arquetípico del espíritu francés. Pero ¿y si les dijéramos que este titán de la historia no era, en esencia, tan francés como se suele pensar? Tras el lustre de sus campañas y decretos, se oculta un origen que desafía la narrativa nacionalista que lo convirtió en emblema de Francia. Su sangre, su lengua materna, su primera lealtad… todo apunta a una verdad incómoda: Napoleón fue, en muchos sentidos, un extranjero en la tierra que dominaría.
Napoleone Buonaparte nació el 15 de agosto de 1769 en Ajaccio, en la isla de Córcega. Un dato que a menudo se menciona de pasada, pero que merece una lupa histórica. La isla apenas había sido anexada a Francia un año antes, en 1768, tras haber pertenecido durante siglos a la República de Génova y haber desarrollado una cultura autónoma y resistente, especialmente bajo el liderazgo independentista de Pasquale Paoli.
La familia Buonaparte era de origen noble menor, con raíces profundamente italianas. Su apellido original, «Buonaparte», evidencia su herencia toscana. El propio Napoleón hablaba en casa un dialecto corso-italiano y no aprendió francés de manera fluida hasta su adolescencia, ya en la academia militar en Brienne-le-Château. Incluso entonces, su francés estaba teñido de un acento extranjero que nunca abandonó del todo.
De niño, Napoleón creció en una isla donde el sentimiento antifrancés era fuerte. Su padre, Carlo Buonaparte, fue en un principio secretario de Paoli, el líder corsista que luchó contra la dominación francesa. Napoleón llegó a idolatrar a Paoli, a quien veía como un héroe de la libertad corsa.
En sus escritos juveniles, Napoleón expresa un profundo desprecio por los franceses y un ferviente deseo de liberar Córcega de la ocupación. En una carta de 1789, se refiere a Francia como una potencia opresora. Irónicamente, pocos años después, abrazaría esa misma nación con fervor revolucionario y la pondría a sus pies con disciplina y fuego.
La transformación de Napoleón, de joven patriota corso a general francés, plantea una pregunta crucial: ¿se «francesizó» por convicción o por cálculo? Su ascenso dentro del ejército revolucionario, y luego en las estructuras del poder republicano, fue meteórico. Supo identificar la Revolución Francesa como un vehículo de movilidad social y política. Su origen provinciano —incluso marginal para los estándares parisinos— fue, al principio, un obstáculo; más tarde, lo convirtió en una ventaja: era un outsider con una causa.
El cambio de su apellido a “Bonaparte”, abandonando la grafía italiana “Buonaparte”, no fue meramente estilístico: fue una operación simbólica de integración. Napoleón domesticó su pasado para hacerlo digerible a la élite francesa. Pero los ecos de su extranjería nunca desaparecieron del todo.
Ya como emperador, Napoleón construyó una nueva aristocracia y reorganizó Europa con una mezcla de lógica ilustrada y mano de hierro. Pero, en el fondo, seguía siendo un hombre que había llegado desde la periferia del imperio. Su mirada no era la de un burgués parisino, sino la de alguien que sabía lo que era estar fuera, y ahora dictaba las reglas desde el centro.
Incluso su visión imperial llevaba el sello de un hombre sin patria definitiva: usó el idioma del universalismo francés, pero su ambición trascendía cualquier frontera nacional. Su coronación en 1804 no fue sólo la culminación de una carrera política: fue la afirmación de un forastero que se hizo amo del juego.
La historia oficial ha intentado absorber a Napoleón dentro del relato francés. Y, sin duda, dejó una huella indeleble en la cultura, la ley y la identidad nacional. Pero reducirlo a un “producto de Francia” es simplificar demasiado.
Napoleón fue, quizás, uno de los primeros grandes líderes transnacionales. Su corsidad, su italianidad, su extranjería fueron elementos que modelaron su carácter y su ambición. Fue francés por pasaporte, por poder y por estrategia, pero en sus venas corría una sangre que no entendía de fronteras fijas.
Recordar el origen poco francés de Napoleón no es quitarle mérito, sino devolverle complejidad. En tiempos donde la identidad nacional vuelve a ocupar titulares, su historia nos recuerda que los grandes personajes, como los grandes imperios, rara vez caben en una sola bandera.