El marquesado de Mijares fue uno de los primeros casos en que un criollo nacido en América recibió un título nobiliario. Fue concedido por Carlos II el 19 de agosto de 1691 a Juan Mijares de Solórzano y Hurtado de Mendoza. Le sucedió su hijo, Francisco Mijares de Solórzano y Tovar, como II marqués. Esta familia pertenecía a la élite mantuana de Caracas, un reducido grupo de descendientes de conquistadores españoles que controlaba la economía y la política local, ocupaba los puestos de mayor prestigio en el cabildo y era propietaria de grandes haciendas de cacao. Los mantuanos gozaban de privilegios simbólicos como el uso de mantos en ceremonias religiosas, la colocación de escudos en las fachadas de sus casas y la consolidación de su poder mediante alianzas matrimoniales endogámicas. Entre las familias más destacadas figuraban los Tovar, Toro, Blanco, Herrera, Pacheco, Bolívar, Palacios, Ascanio, Ustáriz y Ponte.
Francisco Mijares de Solórzano fue nombrado teniente general poco después de la llegada de Alberto Bertodano, quien ejercería como gobernador interino de Venezuela. A Bertodano lo apodaban ‘el manco’ por haber perdido un brazo en una batalla en Luxemburgo, y su mandato era provisional, a la espera de la llegada de su sucesor, Marcos de Bethencourt, de Icod de los Vinos, Tenerife.
Sin embargo, en 1715, tras la llegada de Bertodano en el barco capitaneado por Amaro Pargo, el puerto fue escenario de un episodio que frenaría las aventuras marítimas del corsario durante meses. El Marqués de Mijares, conocido por su defensa de los intereses locales, actuó con suma violencia contra los bienes que traía el Blandón (apodo del navío), los intereses de Amaro y contra el concepto mismo de lo que sería la primera compañía comercial bajo la protección de la Corona.

Amaro Rodríguez Felipe fue puesto bajo guardia en su propia casa (la que pertenecía al asiento de Montesacro y custodiada por un gaditano de origen inglés, Thomas Croquer). El marqués de Mijares bajó al puerto con soldados para inspeccionar, y luego embargar, las mercancías del navío de registro pertenecía a Amaro, pues según indicaría más tarde, existía un claro exceso en ropas y mercaderías frente a lo declarado.
Sin embargo, un detalle quedó grabado durante el proceso judicial y en la memoria de los testigos: a pesar del embargo y de su condición de prisionero, nunca lograron arrebatarle las llaves de los almacenes del Asiento. En todo momento permanecieron bajo su custodia, señal de que, incluso bajo inspección y privado de libertad, conservaba un margen de control sobre la mercancía y un respeto implícito hacia los activos en los que Felipe V había invertido junto con su socio y amigo, el marqués de Montesacro. Dentro de esta ecuación, Amaro era el capitán del navío y a su hermano, el maestre oficial de toda la Compañía.
Esa ventaja, la de mantener las llaves en su poder, le permitió realizar varias operaciones encubiertas poco después. Con la ayuda de su hermano y de su contramaestre tinerfeño, Francisco González, lograron sortear la vigilancia y traspasar varios fardos a Peter Grahuysen, un capitán de origen holandés y vecino de La Laguna. La entrega se realizó apenas unos días después de su arresto, en febrero de 1715, justo antes de que Grahuysen partiera hacia Veracruz con un cargamento de cacao.
La camaradería entre los capitanes canarios siempre funcionaba, pues intentaban echarse una mano frente a los abusos de la élite gobernante de Venezuela, donde no había presencia canaria en el poder político. Si bien los mantuanos dominaban la tierra, los canarios controlaban el mar y buena parte de la mano de obra en las plantaciones de cacao, un factor que sería clave en los turbulentos acontecimientos que siguieron a la llegada de Amaro a La Guaira.