miércoles, 15 octubre, 2025

Los masones, el Che y el falso médico

Alfonso Delgado, un tinerfeño republicano que vivía en la Argentina, me presentó en Buenos Aires a su amigo Pepe Cruz, un tipo interesante. Al parecer, esta persona pertenecía a la logia masónica de Santa Cruz de Tenerife, hoy abandonada.

Parece mentira que los masones españoles hayan dejado morir esta joya de la arquitectura y este templo que tanta actividad tuvo en el periodo republicano. Pero ahí está, como la Puerta de Alcalá, viendo pasar el tiempo, con mil promesas municipales de reconstrucción y ninguna realidad en cuanto a ponerla al día.

Pepe Cruz había salido pitando para América tras el golpe de Estado de Franco. Había vivido en Venezuela y había sido chofer de una hermana del general Juan Vicente Gómez. Luego pasó a Argentina. Era masón en su grado más bajo -no manejo esa nomenclatura-, pero antes de emigrar había hecho algo importante por sus compañeros, a los que el nuevo régimen de Franco les iba a cortar la cabeza.

Jugándose la vida, recogió las listas de masones originales guarda-das en la logia y se las entregó al capitán de un buque belga, surto en el puerto de Santa Cruz y cuyos nombres, ni el del barco ni el del capitán, me quiso revelar, ni siquiera tantos años después. Mi conversación con Cruz tuvo lugar a principios de los 90,si no recuerdo mal, en un bar del barrio de La Boca.

Mientras en otros países las logas se anuncian con una placa en la puerta, como por ejemplo en Bélgica, aquí la pertenencia a una de ellas era un tema de cárcel. Dicen que a Franco nunca lo admitieron y por eso su odio a los masones. Dicen también que su padre era masón y que el general maldecía de su padre. Dicen tantas cosas que uno no sabe con qué versión de los hechos quedarse.

Pepe Cruz, fallecido hace años, era un hombre hablador, pero muy prudente en sus revelaciones. Me contó que se agenció un coche con un banderín de Falange y que en la madrugada del mismo 18 de julio, antes de que el capitán Moreno Ureña ocupara el Gobierno Civil y sus tropas tirotearan a las fuerzas de Asalto que lo defendían en la Plaza de la Constitución o de la República, hoy de la Candelaria (ver mi libro Gesta y sacrificio del teniente González Campos, Burgado Editorial), él sacó las listas de los masones de la logia cercana, las metió en una lata de galletas inglesas, las transportó en el maletero del coche con la enseña de Falange, logró llegar al muelle y se las entregó al capitán del barco, que también era masón.

No tuvo dificultades para sortear los controles que los militares habían instalado desde muy temprano en las calles de Santa Cruz, en la misma madrugada del golpe.

¿Ficción, realidad? Lo cierto es que una copia de esas listas, o quizá de otras distintas, circuló después del golpe por las oficinas militares y se tomaron algunas represalias contra los masones, muchos de los cuales acabaron en la prisión de Fyffes, pero sin que recayeran en los prisioneros acusaciones demasiado graves. Investigadores de la Universidad de La Laguna encontraron esas listas, que también llegaron a mis manos. Y se lo dije a mi interlocutor.

José Cruz sostenía que las verdaderas, en las que se encontraban los nombres de los masones con grados más altos en la organización, que habrían sido condenados a muerte por los franquistas, las sacó éI de la logia y se las entregó al capitán del buque belga. Cuando los falangistas acudieron a la logia en busca de pruebas, habían desaparecido.

El mismo José Cruz me relató su aventura como quien narra el argumento de una película de espías. Años más tarde saludé a un hijo suyo, que había regresado a Tenerife. Alfonso Delgado y José Cruz han muerto y el segundo se llevó muchos secretos a la tumba.

Precisamente Alfonso Delgado me contó que él había visto el cadáver del Che Guevara en Bolivia, fusilado por tropas bolivianas. Alfonso era el delegado en Argentina de una multinacional suiza de mucho prestigio. Me aseguró que, cuando mataron al guerrillero argentino, él estaba en Bolivia y que pudo ver el cadáver del Che.

Fue el capitán boliviano Gary Prado -hoy general retirado-con sus tropas quien cercó al guerrillero, dicen que merced a un soplo del propio Fidel Castro, que había enviado al Che a Bolivia para que lo mataran; porque ya le estaba molestando en Cuba. Pero quien realmente lo ejecutó fue un miembro de la CIA, un cubano llamado Mario Terán, que acompañaba a esas tropas. Todo esto puede formar parte de la leyenda. Lo cierto es que se hicieron fotos del Che antes y después de la ejecución-yo las he visto y no las que figuran en el Internet, sino las que obraban en poder de Alfonso-y que sus verdugos lo tenían como un hombre cruel, que disfrutaba matando gente. En vez de curándola, porque el rosarino era médico. De todo esto me enteré durante mis viajes a Argentina y a Venezuela, un país este último que he visitado más de 60 veces.

Y, sin que tenga nada que ver con el Che Guevara, José Antonio Rial, canario, periodista, premio Canarias y redactor/jefe que fue durante muchos años del diario El Universal, me relató en su casa de Caracas, llamada Villa Ítaca, una nueva versión de los sucesos que tuvieron lugar en la Plaza de la Constitución en las primeras horas de la mañana del 18 de julio de 1936, y de los que yo había escrito. Y que cito al principio de este capítulo, a propósito de lo de José Cruz.

Rial prologó uno de mis libros y su obra La Prisión de Fyffes, recientemente reeditada (Biblioteca Atlántica, 2021, con prólogo de Juan-Manuel García Ramos), fue también fundamental a la hora de documentar mi tesis doctoral sobre la prensa patriótica en Tenerife durante el periodo de la guerra civil. La historia, relatada por Rial, se refiere a la muerte del falangista Santiago Cuadrado. Una muerte que siempre fue atribuida a una bala perdida durante la refriega entre los guardias de Asalto y los soldados franquistas de Moreno Ureña, en la hoy llamada plaza de la Candelaria (como he dicho, antes denominada de la Constitución y de la República, en distintos periodos). Nada más lejos de la realidad. El falangista se hallaba en la esquina entre la calle del Norte, frente al hoy Banco Santander, y la propia Plaza de la Candelaria. Habían tomado las tropas de Franco y los falangistas el cercano edificio del Gobierno Civil, matando al cabo de Asalto Moreno Ureña e hiriendo en el glúteo a otro guardia.

Y detenido al gobernador, Manuel Vázquez Moro, bajo la peregrina acusación de que había dado un ¡viva!, al comunismo libertario desde el balcón del Palacio de Carta, sede del Gobierno Civil. Un proyectil alcanzó al falangista Santiago Cuadrado, que había participado en el asedio, pero el disparo no fue accidental, una bala perdida, como sostuvo la versión oficial de los hechos durante años. El teniente González Campos, cercado, ya se había entregado. Cuando el padre de Cuadrado fue a visitar a González Campos, porque eran amigos, a la prisión militar en la que esperaba a la muerte, le dijo: “Yo sé que tú no mataste a mi hijo; fue un civil». Y este comentario concuerda con lo que me contó a mí Rial.

Según Rial, un falso médico -había falsificado su título y ejercía como inspector de sanidad en Puerto Cabello-, le confesó al periodista que, fusil en mano, apuntó y disparó intencionadamente contra el falangista durante el tiroteo y lo mató en el acto. Días más tarde tomó un barco y viajó a Venezuela y nunca había confesado su crimen. Ello confirma la versión de que paisanos armados habían colaborado con los de Asalto en la defensa del orden constitucional contra la sublevación de Franco.

Esta revelación del falso médico a Rial, muchos años después, me sirvió como documentación de primera mano que incluí en alguna publicación que no recuerdo ahora. Desde luego parece cerrar definitivamente aquella gesta del teniente y de sus guardias, enfrentándose a una tropa más numerosa que la pequeña dotación que González Campos mandaba. El teniente de Asalto o fue engañado o quiso defender a toda costa el orden constituido. Y no pudo abortar la aso-nada militar de Franco, que ya había salido para Las Palmas y desde ahí posteriormente para África, en el Dragon Rapide, para ponerse al frente del Ejército sublevado en el Marruecos español.

El gobernador Vázquez Moro, su secretario, que era el telegrafista Isidro Navarro, y el teniente González Campos, cuya rechazada-por Franco-petición de indulto firmó toda la isla, incluso los franquistas, fueron fusilados en el Barranco del Hierro. El pelotón que mató a González Campos estaba mandado por un suboficial que había sido su chófer, que lloraba al darle el tiro de gracia.

¿Por qué traigo estos hechos a colación cuando ustedes pueden leer mi libro sobre González Campos, un héroe de la República y de la guerra civil? Pues porque tanto el relato que me hizo José Cruz como el del falso médico de Puerto Cabello, recogido por Rial, constituyen versiones no conocidas de lo que ocurrió en Tenerife durante la revuelta iniciada en las oficinas de la Comandancia General (en el edificio de la llamada Capitanía General) por el general Franco.

Y porque en varias publicaciones, incluidos mi libro, ya citado, mi tesina de licenciatura y mi tesis doctoral, reflejé la investigación de todos estos hechos, pero no pude recoger toda la verdad. Cuando recabé los datos, el silencio de los testigos me impidió contar en toda su extensión los acontecimientos. Estos datos complementan mi relato. Por eso hago un breve paréntesis en lo que ha sido mi vida para contarles a ustedes lo que, por edad, no viví, pero sí estudié.

Extraído de Memorias Ligeras

Andrés Chaves
Andrés Chaveshttps://elburgado.com/
Periodista por la EOP de la Universidad de La Laguna, licenciado y doctor en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense, ex presidente de la Asociación de la Prensa de Santa Cruz de Tenerife, ex vicepresidente de la FAPE, fundador de la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad de La Laguna y su primer profesor y profesor honorífico de la Complutense. Es miembro del Instituto de Estudios Canarios y de la National Geographic Society.

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